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GASTRONOMÍA DEL SIGLO XIX

El almuerzo se hacía pasaditas las 10 de la mañana: asado de carnero o de pollo, rabo de mestiza, mancha manteles, quizá uno de los muchos moles, acompañados de alguna verdura como las muy mexicanas calabacitas y, desde luego, los infaltables frijoles negros o bayos.

Las visitas de las señoras se acostumbraban al mediodía y se les recibía con licores dulces como el jerez, así como o con algunas pastas y panecillos como las puchas, los rodeos y los mostachones. Y como en la cocina la actividad nunca cesaba, mientras Las señoras degustaban estas delicias se iniciaba la preparación de la comida principal. Ya desde temprana hora, la cocinera y alguna de sus ayudantes habían regresado del mercado.

En enormes canastas se cargaba todo lo necesario: jitomates, cebollas, verduras y condimentos, la carne y los pollos frescos, chiles de todos colores y granos como el maíz.

De estas cocinas salían a la mesa el caldo de pollo o de res con chilito verde, el cilantro y la cebolla finamente picados, el arroz blanco o rojo, la sopa de fideo o el cocido con muchas verduras. Los guisados de pollo, el guajolote, el conejo, el carnero, la res y el puerco o los pescados en pebre o con alguna salsita espesa de almendras y nueces. El colofón lo constituían los dulces de platón: el arroz con leche, los flanes, las natillas, los “antes” y los dulces de fruta de origen prehispánico como el del negro zapote, ahora mejorado con el jugo de la naranja española. Las bebidas más usuales eran las aguas frescas y los vinos de origen español y en muchas casas se tornaba el pulque de piña con canela, también se acostumbraban los tés de salvia o mucle, cedrón y yerbabuena.


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